Erotismo en las literaturas portuguesa y griega moderna.

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Erotismos hipertextuales en paralelo: María de Magdala y Penélope en la narrativa de José Saramago y en la poesía de Katerina Angelaki-Rouk.

 

 

Edgar Alejandro Aguilar Mayorga

 

 

Partiendo de que, como afirma Bataille, el erotismo “es uno de los aspectos de la vida interior del hombre […], [siendo] lo que en la conciencia del hombre pone en cuestión al ser” [20: 1957], en los textos que habrán de revisarse a continuación dicha interioridad constituye el punto de partida para la construcción del erotismo; erotismo de la contemplación del “alma” por parte de un ser sexuado que concibe su discontinuidad, en términos también de Bataille, como su verdad más profunda, aceptando su corporalidad, su calidad mortal, lo perecedero [ídem, 73]. No obstante, si “el sentido último del erotismo es la fusión, la supresión del límite” [ídem, 98], ese ser sexuado que lleva a cabo una interiorización sobre su condición, se enfrenta finalmente a un estado de angustia y dolor manifestados a través de su propia voz; una voz limitada no solamente por la calidad discontinua del ser, sino por otros límites que impiden su fusión con el objeto de deseo.

 

“De mí ha de decirse que tras la muerte de Jesús me arrepentí de lo que llamaban mis infames pecados de prostituta y me convertí en penitente hasta el final de la vida, y eso no es verdad. Me subieron desnuda a los altares, cubierta únicamente por el pelo que me llegaba hasta las rodillas, con los senos marchitos y la boca desdentada, y si es cierto que los años acabaron resecando la lisa tersura de mi piel, eso sucedió porque en este mundo nada prevalece contra el tiempo, no porque yo hubiera despreciado y ofendido el mismo cuerpo que Jesús deseó y poseyó” [s/p: 2009].

 

María de Magdala en “Un capítulo para el Evangelio” de José Saramago, interviene, a manera de monólogo, desmintiendo una serie de aparentes consecuencias acerca de su relación con Jesús; consecuencias manifestadas en el deterioro de su cuerpo deseado y poseído. El cuerpo aparece observado por la voz narrativa desde dos puntos de vista diferentes: desde la perspectiva de quienes “han de decir” que María de Magdala padeció hasta el final de sus días la penitencia de sus pecados en cuerpo y alma; y desde la perspectiva misma de la voz narrativa, la cual, como ya fue señalado, se empeña en desmitificar su imagen, asumiéndose tan sólo como un ser humano que no “prevalece contra el tiempo” y cuyo cuerpo perece. El cuerpo, de esta manera, se convierte en el centro de atención de quienes “han de decir” y de María misma, pues es gracias a éste que el deseo y la posesión se manifiestan en la fusión erótica de Jesús y de ella misma; acto que, desde la perspectiva cristiana, es señalado como un pecado, impuesto como el principal límite del erotismo entre estos dos personajes. Cabe destacar que dicho límite constituye el producto de una serie de convenciones sociales, por parte de quienes “han de decir”, acerca del comportamiento sexual del individuo, que es juzgado y condenado, y de la calidad divina de quien está ligado, como hijo, a Dios, poniendo en oposición, como vemos, a estos dos personajes que mediante el monólogo confiesan, al menos a través de María de Magdala, haberse unido a pesar de ese límite impuesto por los otros, los cuales, como ya se ha señalado anteriormente, han intentado, según la voz narrativa, imponer una verdad alegórica sobre la prostitución y lo divino, señalando a María de Magdala como un alma penitente y un cuerpo corrompido.

 

“Quien diga de mí esas falsedades no sabe nada de amor. Dejé de ser prostituta el día que Jesús entró en mi casa trayendo una herida en el pie para que se la curase, y de esas obras humanas que llaman pecados de lujuria no tendría que arrepentirme si como prostituta mi amado me conoció y, habiendo probado mi cuerpo y sabido de qué vivía, no me dio la espalda. Cuando delante de todos los discípulos Jesús me besaba una y muchas veces, ellos le preguntaron si me quería más a mí que a ellos, y Jesús respondió: “¿A qué se puede deber que yo no os quiera tanto como a ella?.” Ellos no supieron qué decir porque nunca serían capaces de amar a Jesús con el mismo absoluto amor con el que yo lo amaba”[ídem].

 

María de Magdala asume el haber sido prostituta y el haberse enamorado de Jesús, indicando, al mismo tiempo, la manera en que se amaron, sin vergüenza y situados a un mismo nivel, en que el amor entre uno y otro es igual, en que se fusionan sin ser comprendidos por los otros, los cuales, como nos refiere la voz narrativa, no “serían capaces de amar”. Es importante señalar, por lo tanto, que María de Magdala nos conduce hacia otra visión de lo divino, ya no concebido como la unión entre Jesús y Dios, sino como la unión entre éste y la Magdalena, es decir, entre el hombre y el hombre mismo, una imagen que, sin duda, nos remite nuevamente a las concepciones de Bataille acerca del carácter sagrado del erotismo, dándose un proceso ritual en que dos individuos, dos seres, conscientes de su calidad discontinua, mortal, unen esa misma discontinuidad en un intento de hallar la continuidad, superando, al menos en apariencia, su mortalidad, su humanidad.

 

“Después de que Lázaro muriera, la pena y la tristeza de Jesús fueron tales que, una noche, bajo las sábanas que tapaban nuestra desnudez, le dije: “No puedo alcanzarte donde estás porque te has cerrado tras una puerta que no es para fuerzas humanas”, y él dijo, sollozo y gemido de animal que se esconde para sufrir: “Aunque no puedas entrar, no te apartes de mí, tenme siempre extendida tu mano incluso cuando no puedas verme, si no lo hicieras me olvidaría de la vida, o ella me olvidará”. Y cuando, pasados algunos días, Jesús fue a reunirse con los discípulos, yo, que caminaba a su lado, le dije: “Miraré tu sombra si no quieres que te mire a ti”, y él respondió: “Quiero estar donde esté mi sombra si allí es donde están tus ojos”. Nos amábamos y nos decíamos palabras como éstas, no solo por ser bellas y verdaderas, si es posible que sean una cosa y otra al mismo tiempo, sino porque presentíamos que el tiempo de las sombras estaba llegando y era necesario que comenzásemos a acostumbrarnos, todavía juntos, a la oscuridad de la ausencia definitiva”[ídem].

 

La unión de María de Magdala y Jesús queda no solamente impresa en la imagen del cuerpo y su desnudez, sino también en las palabras, bellas y verdaderas, que hacen de los participantes del erotismo cómplices de una unión que claramente debe permanecer oculta; complicidad de palabras y actos a través de la cual se expresa el amor, pero, al mismo tiempo, el presentimiento de un alejamiento súbito y permanente, de la muerte, a la cual, estando vivos y unidos, habrían de acostumbrarse como “a la oscuridad de la ausencia definitiva”. Existe, pues, el límite de la muerte inminente, el único límite que los amantes no pueden transgredir, pues si bien la unión de los cuerpos es posible, como nos lo ha demostrado la propia voz narrativa, al final de cuentas los amantes están condenados a la separación, a su discontinuidad; discontinuidad que, como ya referimos en líneas anteriores, es solamente posible superar en apariencia y solamente en la unión corporal de los amantes. Vale la pena rescatar, en este punto, la cualidad interior del erotismo, pues, como observamos, es el monólogo mismo lo que nos conduce y nos revela el erotismo en sí entre María de Magdala y Jesús, por medio de la complicidad que se establece, primero, entre los amantes, y luego, entre la voz narrativa y nosotros, lectores.

 

“Vi a Jesús resucitado y en el primer momento pensé que aquel hombre era el cuidador del jardín donde se encontraba el túmulo, pero hoy sé que no lo veré nunca desde los altares donde me pusieron, por más altos que sean, por más cerca del cielo que los coloquen, por más adornados de flores y perfumados que estén. La muerte no fue lo que nos separó, nos separó para siempre jamás la eternidad”[ídem].

 

María de Magdala reconoce la separación que le ha sido impuesta a ella y a su amante, sin aceptar la muerte y concibiendo como único motivo la eternidad, interponiendo a la vida y a la muerte su creencia de lo eterno como una fuerza que desmantela el amor, como el verdadero límite de la unión entre su ser y el de Jesús.

 

“En aquel tiempo, abrazados el uno al otro, unidas nuestras bocas por el espirito y por la carne, ni Jesús era lo que de él se proclamaba, ni yo era lo que de mí se zahería. Jesús, conmigo, no fue el Hijo de Dios, y yo, con él, no fui la prostituta María de Magdala, fuimos únicamente este hombre y esta mujer, ambos estremecidos de amor y a quienes el mundo rodeaba como un buitre barruntando sangre. Algunos dijeron que Jesús había expulsado siete demonios de mis entrañas, pero tampoco eso es verdad. Lo que Jesús hizo, sí, fue despertar los siete ángeles que dormían dentro de mi alma a la espera de que él viniera a pedirme socorro: “Ayúdame”[ídem].

 

La unión erótica, como vemos, es el único fundamento que sirve a la Magdalena para desmentir los juicios a los que han sido sometidos ella y Jesús, tratando de demostrar con ello la existencia de un límite social, religioso, que superaron, ya que, al final, éstos se unieron y amaron sin la restricción de lo externo, algo que, una vez más, nos apunta hacia la interioridad del erotismo; interioridad que se construye en la intimidad de las palabras y los actos referidos por la voz narrativa, y que, al mismo tiempo, permite el establecimiento de la cualidad confidencial de la que está dotado el monólogo y la narración; interioridad en que se nos refiere el estremecimiento de los amantes y el despertar mismo del amor o de la necesidad del amor entre ambos. Sin lugar a dudas, nos encontramos ante una voz que lucha por defenderse ante lo externo, permitiéndonos entrar en ese punto donde surge lo erótico, en la necesidad misma del amor.

 

“Nos quedamos mirándonos el uno al otro, ni nos dimos cuenta de que los ángeles se habían retirado ya, y a partir de esa hora, en la palabra y en el silencio, en la noche y en el día, con el sol y con la luna, en la presencia y en la ausencia, comencé a decirle a Jesús quien era yo, y todavía me faltaba mucho para llegar al fondo de mí misma cuando lo mataron. Soy María de Magdala y amé. No hay nada más que decir”[ídem].

 

María de Magdala sitúa, finalmente, la unión de ella y su amante dentro de la unión misma de los elementos de su entorno, siendo éstos contrarios, como vemos en su enunciación; contrariedad que no busca más que explicar la sobrevivencia del amor ante la vida y la muerte o, incluso, ante la unión y la separación, en un intento por exaltar la simplicidad de ese amor y la simplicidad de la humanidad de ambos amantes por medio del mismo acto de amar, dejando atrás los juicios que les han dejado caer los otros sobre ellos: lo que está bien y lo que está mal, lo que es verdad o lo que es mentira. El afán de revelar esta simplicidad del amor es, como hemos visto, el punto fundamental para la construcción de lo erótico, siendo el monólogo el medio más efectivo y de más crédito para el alcance de la verdad para y por parte de la voz narrativa, siendo esa verdad constituyente de la discontinuidad del ser sexuado y producto de un erotismo interior en que, indudablemente, se vive el proceso de la unión y la separación atravesado por diferentes límites que impiden el alcance de la continuidad anhelada. Comprobamos, pues, de esta manera, que la discontinuidad es la verdad más profunda del ser sexuado.

 

Habiendo analizado la construcción del erotismo en este texto de José Saramago, resulta interesante el establecimiento de una comparación entre éste, texto narrativo y de voz narrativa femenina, y un texto lírico y de voz femenina, construido, de igual forma, a partir de un pasaje o tópico recurrente en la literatura de la antigüedad a la modernidad. Si María de Magdala se ha confesado ya a nuestros oídos, escuchemos ahora qué confesión tiene la bella y solicitada Penélope para nosotros en la pluma de Katerina Angelaki-Rouk.

 

“No tejía, no cosía,

un escrito comencé, y lo borraba

bajo el peso de la palabra

porque es imposible la expresión perfecta

cuando es presionada por el dolor interno.

Y mientras la ausencia es la directriz de mi vida

– ausencia de vida –

llanto brota hacia el papel

y el dolor físico del cuerpo

que se seca” [s/p: 1977].

 

“Dice Penélope” parte de la expresión del dolor por causa de una “ausencia de vida”, siendo la imposibilidad, un producto de ese mismo dolor que se intenta expulsar a través de la palabra, a través de un escrito cuya producción resulta difícil en el momento en que el cuerpo, de donde brota el llanto y el dolor físico, vence sobre la voluntad de quien se esfuerza en expresar su dolor. Es notable, pues, una vez más que nos encontramos frente a un monólogo, en el cual una voz poética, la de Penélope, abre, mediante la escritura, la interioridad de su ser; ser que se halla impedido, por su propio cuerpo, de expresar un sentimiento de abandono, por parte de algo o alguien, todavía no se nos ha revelado en el texto, cuya ausencia perturba la voluntad y, sobre todo, el cuerpo de Penélope.

 

“Borro, atravieso, ahogo

los vivos gritos

«dónde estás, ven, te espero,

esta primavera

no es como las otras»

y comienzo nuevamente en la mañana

de nuevos pájaros y nuevas sábanas

secándose al sol” [ídem].

 

En la estrofa anterior, la voz poética refiere nuevamente la imposibilidad de no gritarle a alguien por quien espera y por quien se encuentra en abandono. Claramente es posible observar el mismo sentimiento de dolor que se nos ha anunciado desde el inicio del poema gracias a la imagen de los “vivos gritos” que invocan a alguien cuya ausencia ha dejado marca en el día a día de Penélope, pues todo, con el paso del tiempo, se renueva, con excepción de ese intento de superar el dolor, de superar un cuerpo que solicita la presencia de alguien por quien “esta primavera no es como las otras”. La renovación es, sin duda alguna, una referencia al paso del tiempo que, como observamos ya en el caso de María de Magdala, no representa más que la discontinuidad del ser, su mortalidad, su calidad perecedera. De esta forma, nos es posible apuntar que la existencia del binomio de lo eterno y lo perecedero se manifiesta como un componente fundamental en la construcción de lo erótico en los dos textos que nos ocupan, puesto que, sin este elemento, no sería posible la composición misma de estos monólogos eróticos, pues es la angustia que se expresa, una manifestación de la unión y la desunión de los amantes; unión y desunión que conducen el monólogo hacia el establecimiento de una comparación entre el momento en que los amantes estaban unidos y el anhelo de una nueva unión, que gracias a la muerte, negada en el caso de María de Magdala, no vuelve a ser posible, aunque se crea en la eternidad.

 

“Nunca estarás aquí

con la manguera regando las flores,

mientras los viejos techos se sostienen

cargados de lluvia,

habiéndose diluido mi realidad

en la tuya,

tranquilamente, otoñalmente…” [ídem]

 

Penélope se muestra resignada asumiendo que a quien espera nunca se encontrará a su lado. Aparece, en esta estrofa, el sentido de la unión por medio de la imagen en que la realidad de la voz poética se diluye en la realidad del otro ser a quien se espera. En este caso, la acción de la disolución contiene en sí el elemento que constituye el erotismo; la unión se convierte en el único medio con que se superan los límites del tiempo y del espacio en lo erótico.

 

“Tu corazón único

– único porque lo elegí –

estará siempre en otro lado

y yo con palabras cortaré

los hilos que me atan

a dicho hombre

que extraño

mientras Odiseo sea símbolo de Nostalgia

y navegue en los mares

de la mente de cada uno” [ídem].

 

Es aquí donde aparece enunciado el objeto de deseo como tal, como hombre y como un corazón elegido; el objeto de deseo adopta, de esta forma, un cuerpo que sirve, a manera de reforzamiento, para la construcción de lo erótico, un erotismo que nos está siendo revelado paulatinamente, a diferencia del texto de Saramago, pues en Katerina Angelaki-Rouk el nombre del objeto de deseo se revela casi en intermitencias o indicios simbólicos, como en el caso de la última imagen ofrecida en esta estrofa, en que Odiseo constituye un símbolo de nostalgia, siendo, por su cualidad simbólica, un personaje de supervivencia eterna, casi del mismo modo en que podríamos considerar al personaje de Jesús; supervivencia que podría justificar, hasta cierto punto, la vigencia literaria de estas dos historias amorosas de las que nos estamos ocupando. Cabe destacar que, casi al igual que en el texto de Saramago, el simbolismo de Odiseo, cercano a las alegorías de la lujuria y lo sagrado a través de María de Magdala y Jesús correspondientemente, no es más que producto de una convención social gracias a la cual los “otros”, lo externo, sirven también ya sea para el establecimiento de una ruptura acerca de los juicios a los que son sometidos los amantes, en el caso del texto de Saramago, o bien, para la justificación del carácter eterno del enamoramiento y del dolor nostálgico por la ausencia del otro, en el caso de Angelaki-Rouk. Asimismo, es importante señalar que en ambos textos podemos hallar una intencionalidad de remitir al lector a los hipotextos que se están considerando para la conformación de cada uno de los pasajes eróticos que se están recreando; intencionalidad marcada por esas mismas alegorías o ese mismo simbolismo referidos en los textos; alegorías y simbolismos que, por un lado, se intenta romper, como en Saramago, y por otro lado, sirven como recurso para la asociación de lo erótico a lo eterno, como en Angelaki-Rouk.

 

“Te echo de menos con pasión

cada día,

para limpiarte de los pecados

de la dulzura y del bello olor,

todo completo,

vuélvete ya inmortal” [ídem].

 

Penélope, como en estrofas anteriores, se dirige nuevamente a su objeto de deseo, expresando su nostalgia e imperando que éste se vuelva “ya” inmortal con la finalidad de alcanzar una vez más su cuerpo y unirse a él para limpiar sus pecados, su dulzura y su bello olor. El cuerpo es, al igual que en “Un capítulo para el Evangelio”, el punto en que se concentra el erotismo, la unión carnal en que las sensaciones y la desnudez constituyen el producto de un contacto de los dos seres sexuados.

 

“Es un trabajo duro y desgraciado.

Mi único pago será entender

al final qué es la presencia humana,

qué, la ausencia

y cómo funciona el yo

en tanta soledad, en tanto tiempo

que no se detiene con ningún mañana,

todo el cuerpo se repara a sí mismo,

se levanta y cae a la cama

como si lo hirieran

algunas veces enfermo, otras enamorado,

esperando

que lo que pierde en tacto,

lo gane en esencia”[ídem].

 

Finalmente, Penélope acepta la condición del erotismo que se le ha impuesto. El cuerpo no deja, en ningún momento, de ser el centro del que se desprende el interior de una mujer que nos confiesa la eternidad de su espera; eternidad que se resume no solamente a la soledad que padece, sino al tiempo mismo que la convierte en un ser discontinuo, imperfecto en el tiempo y, consecuentemente, en su cuerpo, a veces vencido, a veces reivindicado, enfermo y enamorado. Es, entre la angustia y la esperanza, donde nace, pues, el erotismo, ya que gracias a ello es posible la presencia del pasado, por medio de la unión, del presente, por medio de la introspección y la expresión misma llevadas a cabo por la voz poética, y del futuro, por medio de la alusión al futuro y a la continuidad propia del tiempo; tiempo que traspasa el cuerpo y el entendimiento.

 

Así pues, hemos visto hasta aquí algunos de los medios que sirven para la construcción de lo erótico tanto en la narrativa como en la lírica modernas en dos textos que nos permiten atisbar el interés de escritores y poetas por reformular historias bíblicas y mitológicas construyendo o reconstruyendo el erotismo, probablemente habido, entre dos parejas que se han constituido, en el ámbito de la literatura, en símbolos o alegorías. De la misma forma, ha sido interesante observar en estas dos composiciones, convergentes en diferentes elementos ya mencionados, el cómo la feminidad es la voz principal de lo erótico; feminidad portadora de intimidad y complicidad, fundamentales para esta apertura de lo interior hacia lo externo de la que somos lectores.

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA:

 

AGGELAKI-ROUK, Katerina (1977), “Dice Penélope” en Los esparcidos papeles de Penélope [trad. Edgar Alejandro Aguilar Mayorga], Thessaloniki, Grecia: Ediciones Kedros. [Disponible en http://poeticanet.com/poets.php?subaction=showfull&id=1141666758&archive=&start_from=&ucat=21&show_cat=21, consultado el 15 de enero de 2013.]

 

BATAILLE, George (1957), El erotismo, España: Tusquets.

 

SARAMAGO, José (2009), “Un capítulo para el Evangelio” en Otros Cuadernos de Saramago (Blog), Portugal. [Disponible en http://cuaderno.josesaramago.org/53383.html, consultado el 15 de enero de 2013.]