Los artistas.
«Al servicio de un individuo o de una ciudad que permanece a la medida del hombre, el artesano griego adquiere y fortifica el sentimiento de su propia individualidad. El arte helénico fue el primero en poner a plena luz la personalidad del artista. Desde los orígenes la leyenda, se une al nombre prestigioso de Dédalo, antepasado y patrón de los escultores, del cual Sócrates se alababa humorísticamente de descender. Otro artista legendario, Epeios, pasaba por ser el constructor del Caballo de Troya. Lo mismo del uno que del otro se enseñaban aún obras en la época clásica. A partir de esos ilustres antepasados, la sucesión de los escultores es ininterrumpida. A finales del siglo VII a.C., los cretenses Dipoinos y Scilis se proclamaban “dedálidos”, como lo hicieron también sus discípulos Tectaios y Angelion, autores del colosal Apolo de Delos, que Calímaco ha visto y cantado. Es en Grecia donde los escultores tomaron la costumbre de firmar sus obras: sus firmas conservadas son tan numerosas que han sido reunidas en colecciones especiales, convertidas en una fuerte esencial para la historia del arte. Su testimonio enriquece o confirma el de Pausanias, que había anotado cuidadosamente los nombres de artistas célebres de los que enseñaban las estatuas. El uso se extendió a los pintores y los ceramistas: en el curso del siglo VI, los ceramistas áticos se pusieron a firmar sus más bellos vasos, ya como pintores, ya como ceramistas. También en ese campo los documentos son tan numerosos que proporcionan a los arqueólogos una base sólida para sus clasificaciones cronológicas y estilísticas. Definir con precisión cuál es la “manera” de los principales artistas fue siempre la ambición de los eruditos. Que este esfuerzo se haya revelado particularmente fructuoso en la cerámica pintada, en la que los pintores no eran más que humildes artesanos, enseña hasta qué punto la sociedad helénica favorecía el brote del talento personal.
¿Quiere eso decir que alcancemos a distinguir fácilmente esos talentos en todos los dominios? Desgraciadamente, no hay nada de eso. Así, para la escultura, las obras que subsisten son generalmente anónimas y las firmas encontradas figuran de ordinario en pedestales vacíos, mientras que los textos literarios nos han transmitido algunas indicaciones sobre los grandes maestros. Muchos han sido los esfuerzos para hacer coincidir las piezas de ese rompecabezas, pero las lagunas que quedan son inmensas y los resultados dudosos. En cuanto a la gran pintura, ilustrada en el siglo V por los nombres de Polignoto y de Paraísos, y en el IV, antes de Alejandro, por los de Zeuxis, de Eufranor o de Pausias, nos escapa más completamente todavía. Las lejanas e imperfectas imitaciones que se adivinan en los frescos y en los mosaicos de la época romana hacen lamentar cruelmente que un arte tan brillante, tan unánimemente admirado por los antiguos, haya desaparecido sin dejarnos una sola obra auténtica. En oposición, el azar nos ha conservado varios entalles y monedas firmadas, que son la prueba de que, como los ceramistas, los grabadores estaban orgullosos de su virtuosismo técnico y tenían interés a veces en demostrar la paternidad de sus obras. De hecho, Evainetos, Cimón y Eucleides, a los que se deben las bellas monedas de Siracusa de finales del siglo V y comienzos del IV, no cedían en nada a los mejores escultores de su tiempo.
La notoriedad que alcanzaron ciertos artistas les valió pedidos que iban mucho más allá del cuadro de su ciudad de origen o incluso del cuadro regional. Desde la época arcaica, es éste un hecho demostrado. Esparta, en el siglo VI, llama a un arquitecto de Samos, Teodoros, y a un escultor, Baticles de Magnesia, los dos jonios. Al contrario, Mileto, un poco más tarde, pidió a un sicionés, Canacos, esculpir una estatua de culto para su templo de Apolo. La ciudad doria de Cirene aprecia mucho el arte ático. Los tiranos de Siracusa hacen ejecutar sus ofrendas por los artistas más diversos. Los santuarios panhelénicos, Delfos u Olimpia, atraen a los escultores de todos los orígenes en busca de trabajos fructuosos y jugaban el papel de exposiciones permanentes de obras de arte. Los objetos de arte menor, bronces, orfebrería, terracotas, vasos y tapicerías circulaban de un extremo al otro del mundo griego, favoreciendo la difusión de los estilos y sus reacciones recíprocas. Se comprende que la originalidad de las escuelas locales sea en esas condiciones bien difícil de definir, y se borra frecuentemente ante la evolución general del estilo, que marcha o evoluciona un poco en todas partes al mismo paso, y ante la influencia personal de los grandes maestros, que se ejerce al azar en sus encuentros. En definitiva, más que el gusto propio de tal o cual ciudad, nos llama la atención el interés general que se siente por el arte. Ciertamente, el brillo de determinados centros, en particular Atenas, ha sido determinante para la formación de una estética común. Pero es notable que la difusión de esta estética haya sido tan rápida y tan eficaz; en puntos tan alejados como Cirene, Selinonte o Posidonia-Pestum se han encontrado obras maestras comparables a las mejores obras de la Grecia propia. En el dominio del arte como en el de las letras, a despecho de las divisiones políticas, el helenismo había tomado pronto conciencia de su unidad.»
Bibliografía:
Chamoux, François, “Los artistas” en La civilización griega, Editorial Óptima, Catalunya, 2000, pp. 267 – 269.
Iconografía:
WIKIPEDIA
Trascripción:
Alejandro Aguilar
Imágenes:
Venus de Milo
Apolo Licio, copia romana antigua de un original griego del siglo IV (Louvre).