La sonata de la luz de luna.
Giannis Ritsos
Traducción: Alejandro Aguilar.
Noche primaveral. Una habitación grande de una vieja casa. Una mujer de edad vestida de negro habla a un joven. No han encendido la luz. Por las dos ventanas entra una luz de luna intensa. Olvidé decir que la mujer de negro ha editado dos o tres interesantes colecciones poéticas de inspiración religiosa. Bueno, la Mujer de negro habla al joven.
Déjame ir contigo. ¡Qué luna la de esta noche!, – no parecerá que mis cabellos han emblanquecido. La luna volverá a hacer mis cabellos dorados. No entenderás. Déjame ir contigo.
Cuando hay luna, crecen las sombras dentro de casa, manos invisibles jalan las cortinas, un dedo borroso escribe en el polvo del piano palabras olvidadas – no quiero escucharlas. Calla.
Déjame ir contigo un poco más lejos, hasta la bodega de ladrillos, hasta ahí donde dobla la calle y aparece la ciudad de cemento y de aire, pavimentada con la luz de la luna tan indiferente e inmaterial, tan positiva como metafísica que puedes por fin creer que existes y no existes, que nunca exististe, no existió el tiempo ni su corrupción. Déjame ir contigo.
Nos sentaremos un rato en la pared alta del patio, sobre la altura, y como sopla el aire de primavera puede ser que imaginemos que volaremos, porque, muchas veces, incluso ahora, escucho el ruido de mi vestido, como el ruido de dos fuertes alas que se abren y se cierran, y cuando te encierras dentro de este sonido del vuelo sientes duro tu cuello, tus costillas, tu carne, y así apretado entre los músculos del aire azul, entre los esplendorosos nervios de la altura, no tiene importancia si te vas o vuelves ni tiene importancia que mis cabellos han emblanquecido, no es esto la tristeza – la tristeza es lo que no emblanquece ni mi corazón. Déjame ir contigo.
Sé que cada uno, solitario, camina hacia el amor, solitario, hacia la gloria y la muerte. Lo sé. Lo probé. No sirve de nada. Déjame ir contigo.
Algunas veces, cuando anochece, tengo la sensación de que afuera de las ventanas pasa el domador de osos con su oso viejo y pesado y su pelaje todo de espinas y tréboles levantando polvo en la calle del barrio, levantando una nube desierta de polvo que huele a crepúsculo, y los niños han regresado los niños a su casa para cenar y no dejan ya que salgan fuera ya que detrás de las paredes adivinan los pasos del oso viejo – y el oso cansado camina entre la sabiduría de su soledad, no sabiendo hacia dónde ni por qué – se han cansado, no puede ya bailar sobre sus pies traseros, no puede ya vestir su gorrito de algodón para divertir a los niños, a los que llegan tarde a la escuela, a los exigentes, y lo único que quiere es tirarse al suelo dejando que le pateen la panza, jugando así su último juego, mostrando su terrible poder como renuncia, su desobediencia a los intereses de los otros, a los eslabones de sus labios, a la necesidad de sus dientes, su desobediencia al dolor y a la vida con la alianza segura de la muerte – por lo menos de una muerte lenta – su última desobediencia a la muerte con la continuidad y el conocimiento de la vida que se eleva con conocimiento y hechos sobre su esclavitud.
¿Pero quién puede jugar hasta el final este juego? Y el oso se levanta de nuevo y camina obedeciendo a su látigo, a sus eslabones, a sus dientes, sonriendo con sus labios sombríos a los centavos que le lanzan los bellos e insospechados niños, exactamente bellos porque son insospechados, y diciendo gracias. Porque los osos que envejecieron lo único que han aprendido a decir es: gracias. Déjame ir contigo.
Con frecuencia me lanzo a la farmacia de enfrente por alguna aspirina, algunas otras veces me da flojera y me quedo con mi dolor de cabeza escuchando entre las paredes el ruido sordo que hacen los tubos de agua, o preparo un café y, siempre abstraída, me olvido y preparo dos – ¿quién puede beber el otro? – Gracioso, en serio, lo dejo en el brazo de la ventana para que se enfríe o algunas veces me lo bebo, observando por la ventana el globo verde de la farmacia como la luz verde del tren silencioso que viene a recogerme con mis pañoletas, mis zapatos pisoteados, mi bolsa negra, mis poemas, sin ningún tipo de valijas – ¿qué puedes hacerles? – Déjame ir contigo.
"Ay, ¿te vas? Buenas noches." No, no iré. Buenas noches. Yo saldré en un rato. Gracias. Porque por fin debo salir de esta casa derruida. Debo ver un ratito la ciudad – no, no la luna – la ciudad con la piel endurecida de la palma de sus manos, la ciudad de la paga del día, la ciudad que jura en el pan y en sus puños, la ciudad que nos soporta a todos nosotros en su lomo con nuestras pequeñeces, nuestras maldades, nuestras enemistades, nuestras ambiciones, nuestra ignorancia y nuestra vejez – para escuchar los grandes pasos de la ciudad y no escuchar más tus pasos ni los pasos de Dios ni mis pasos. Buenas noches.
La habitación se oscurece. Parece que alguna nube escondería la luna. Tan sólo, como si alguna mano hubiera subido el volumen del radio del bar de al lado, se escuchó una muy conocida frase musical. Y entonces entendí que toda esta escena la acompañaba en voz baja la "Sonata de Luz de luna", sólo la primera parte. El joven baja la calle ahora con una irónica y tal vez compasiva sonrisa en sus labios bien definidos y con un sentimiento de liberación. Cuando llegue exactamente a San Nicolás, antes de bajar la escalera de mármol, se reirá – un risa fuerte, incontenible. Su sonrisa será escuchada sin armonía bajo la luna. Tal vez lo único sin armonía será lo que no es para nada desarmonioso. En un rato, el Joven callará, se pondrá serio y dirá "El esplendor de una época". Así, completamente tranquilo ya, desabotonará de nuevo su camisa y tomará su camino. En cuanto a la mujer de negro, no sé si salió finalmente de la casa. La luz de la luna brilla de nuevo. Y en las esquinas de la habitación, las sombras son apretujadas por un arrepentimiento insoportable, casi furia, no tanto por la vida como por la confesión innecesaria. ¿Escuchan? El radio continúa.